A menudo señalamos a quienes, según nuestra percepción, deberían buscar más de Dios. Sin embargo, en este juicio apresurado, olvidamos que no somos quienes para determinar la relación que alguien tiene con Él. A veces, al no compartir la manera de pensar o los actos de otros cristianos, asumimos que están alejados de Dios o que no lo buscan, creyendo que porque no hacen lo que nosotros hacemos, su fe es menor o inexistente.
Esta postura nos convierte, sin querer, en jueces. Saltamos rápidamente a señalar, a imponer ideas, a veces bajo la frase “busca de Dios,” como si la otra persona no lo estuviera haciendo ya, tal vez a su manera, en su tiempo y en su proceso. Compartir nuestras ideas o perspectivas está bien, pero cruzar la línea para cuestionar la relación de alguien con Dios no siempre es lo correcto. No nos corresponde decidir dónde está el corazón de otra persona ante Él.
No podemos caer en el error de lastimar, categorizar o definir el cristianismo de los demás según nuestras propias medidas. Mientras señalamos con un dedo, olvidamos que otros apuntan hacia nosotros. Juzgar no es nuestra función; no fuimos llamados para eso. Dios nos pide amar, predicar Su amor y ser testigos de Su gracia. Él no busca personas perfectas, sino corazones dispuestos, quebrantados, necesitados de Su restauración.
Es fundamental recordar que Dios obra en cada vida de formas únicas. Lo que Él ha hecho en la vida de alguien no siempre será evidente para nosotros, pero eso no significa que no esté obrando. Meterse con los hijos de Dios, cuestionar Su obra o jugar a ser jueces de la fe de otros no es vivir el cristianismo de manera genuina.
Dios cuida a Sus hijos y Su corazón está con aquellos que lo necesitan. Él no busca personas sanas, sino corazones heridos que desean ser sanados. Recordemos que nuestro llamado no es señalar, sino amar, no es acusar, sino restaurar, y no es imponer, sino guiar con humildad y compasión.